A principios de esta semana volví a oír su melódico y armonioso canto. Salí en su busca y, no sin trabajo, pude verlos. El macho con su reluciente plumaje negro -leí que lo cambian durante el verano-, su inconfundible pico amarillo y su larga y nerviosa cola, cual abanico en manos de un niño inquieto.
Ella, la hembra, siempre distante y prudente, tiene un plumaje marrón que disimula su pico. Intuyo que se encarga de las labores de reconocimiento. Parece la estratega. Merodea por los alrededores del nido -esa taza de ramas y tierra laboriosamente construida para dar vida-, quizá valorando si retocarlo o hacer uno nuevo.
No paran. Aunque su permanente excitación puede engañar, se percibe que no se les escapa nada. Vigilan el entorno, la comida, a mí... Saben que la temporada pasada les fue bien y tienen comida asegurada: el olivo del jardín está cargado, aunque los violentos vientos del martes lo aligeraron de peso.
Hace algún tiempo que quiero ponerte música de Los Indios Tabajara. Para la ocasión pensaba en El Pájaro Campana, pero tropecé con María Elena que tantas veces tocamos Los Múrtiga y tantos recuerdo me trae.
Te sitúo: noche de verano, feria de cualquier pueblo de la Sierra de Huelva, cuatro de la mañana, llevamos cinco horas tocando y en la caseta solo van quedando parejas que bailan; sus cuerpos se entremezclan, se funden al compás de la música, con movimientos suaves, tiernos y acompasados... Acaba la canción, breve pausa, un respiro y, entonces, José Luis o Jesús, empiezan a puntear María Elena y, él o ella, canta en su oído "tuyo es mi corazón..."
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