miércoles, 26 de junio de 2019

PREFIERO NO PONER SU NOMBRE.

   Se lo debo a un problema de menisco. Un movimiento fortuito, una leve rotura, traumatólogo, rehabilitación... Creo que fueron veinte sesiones de cuarenta y cincos minutos. El físioperapeuta, Alberto, era -es-, una persona abierta, amable, simpática; conseguía fácilmente que los que compartíamos sesión, nos sintiéramos cómodos y en ambiente agradable. 
   Una sesión de fisio es pesada y resulta aparentemente improductiva si andas apurado de tiempo, con trabajo pendiente y mil cosas en la cabeza. Pero yo siempre le digo a mis alumnos que hay que poner el alma en lo que se está haciendo, estar centrado en cada momento en lo que corresponde. Y eso procuraba hacer. 
   Desde el primer día compartí horario con H... (prefiero omitir su nombre), un muchacho de ocho años con una lesión en un brazo consecuencia de una caída fortuita. Como conozco bien a la mayoría del profesorado del colegio en el que estudia, no me fue difícil entablar conversación con él: los maestros, sus compañeros del grupo, los recreos, el fútbol... En los cinco minutos finales de la sesión, llegó Alberto con el gel a aplicarle un masaje y estiramiento, forzando el brazo para ir recuperando la movilidad. Tensión, dolor, esfuerzo, sacrificio... Aunque Alberto intentaba distraerlo con conversación, H... se ofrecía al sacrifico con entereza encomiable para su edad: se retorcía en la camilla, se agarraba con la otra mano a un apoyo y apretaba, cerraba la boca comprimiendo los dientes y, con frecuencia, antes de pedir al fisio que parara, le escurría una lágrima por la cara que condensaba toda su valentía. Me enterneció de tal modo, que empecé a preparar cada sesión para distraerlo hasta llegar al momento crítico, en el que Alberto aparecía con el gel e iniciaba el masaje. Cada tarde, compartía su sufrimiento. 
   Los días fueron cayendo lentamente. Le conté varios cuentos, me hablaba mucho de fútbol -Madrid y Cádiz-, llevaba preparadas adivinanzas que luego resolvía al día siguiente, nos divertíamos y repetíamos las tablas de multiplicar. Cada día era obligatorio: dos por una, dos; dos por dos, cuatro, dos por tres... Al final se las sabía todas perfectamente. Es un niño listo, inteligente, ingenioso, avispado... Cuando terminé las sesiones prescritas, él aun seguía. El último día, le dedique y regalé uno de mis libros, que un día salió en la conversación. Nos tomamos cariño, me costó despedirme. Por fortuna y gracias a su tesón y el permanente apoyo de sus padres, ha recuperado la movilidad. Está bien.
   Anoche, aunque de aquello han pasado dos años, en la fiesta fin de curso de su colegio, se me acercó y me ofreció la cara para darme un beso. Me emocioné. Reconozco que la alegría se agarró a mi garganta y no era capaz de articular palabra. Un volcán de alegría.
   Como le prometí, iré a verlo jugar un partidos de fútbol. Juega en los alevines, de mediocentro, "un puesto muy importante para el equipo".
   Gracias, H.... 

viernes, 21 de junio de 2019

190621_SABIDURÍA POPULAR




 
Siempre he dicho que los grandes poetas son capaces de enlazar palabras y encadenar versos de forma grandiosa. Esos poemas, nos llegan al alma, a lo más profundo. Nos arrastran a emociones y sentimientos que nos hacen vibrar, plácidamente. Pero eso de condensar en tres versos sentencias, sólo está al alcance del pueblo llano. Sabiduría popular. Atesoran la grandeza de la sencillez. Por eso me fascina el folclore musical tradicional.
TU MADRE NO DICE NÁ;
TU MADRE ES DE LAS QUE MUERDE
CON LA BOQUITA CERRÁ.
UNA REJA ES UNA CÁRCEL
CON EL CARCELERO DENTRO
Y CON EL PRESO EN LA CALLE.
EL FLOJO DE MI MARíO;
QUE VA EN EL MEJOR MOMENTO
Y SE ME QUEA DORMíO.
   ¿Se puede decir más en menos?

miércoles, 5 de junio de 2019

La nostalgia de San Antonio.

   
  Creo que hay un lugar en el corazón donde se guardan los recuerdos dulces, los sentimientos más profundos, las emociones tiernas, los pensamientos placenteros, las huellas gratas que te va dejando la vida. Un hermoso jardín que siempre visito por San Antonio. Una cita con las raíces, con la sangre.
  Toda la gente que me habló de él, dijo que era un hombre bueno, muy bueno, un cacho de pan, que decimos en el sur para definir a la buena gente. Nació con el siglo xx y solo pude compartir con él las postrimerías de su vida. Cuando lo recuerdo, de forma natural e instintiva, me asoma una sonrisa. Su imagen siempre se me aparece con gesto pausado y de buen ánimo, sugiriendo cariño y templanza.   
  Sobre sus rodillas, con mil historias y cuentos, quedaba embelesado, vagando en una nube llena de magia y sabiduría. 
   De la mano, me llevaba con él a ver las corridas de toros en la televisión del bar de José Mora; me sentaba a su lado mientras jugaba a las cartas; me daba mimos y cariñosos besitos... 
  Con frecuencia lo recuerdo ligado a sus dos burros: Pardo y Morito. Morito era su preferido: negro acastañado, fuerte, a pesar de sus años, y manso, sumamente dócil. ¡Cuántas calamidades, infortunios y tormentos pasarían juntos! Lo cuidaba con mimo y cariño y, como Juan Ramón a Platero, gustaba que comiera de su mano.

  Cuando iba al Pilar a por agua, me llevaba con él: aparejaba a Morito, colocaba el serón, dos cántaros, se montaba desde el quicio de una ventana baja que había junto a su casa, luego me subía a mí, y no sabría decir quién de los dos iba más feliz. Para mí era una gozada; ahora él, ahora que soy abuelo lo entiendo, seguro que mucho más. 
  Salíamos de la calle Molinitos, pasábamos la Esquina del Taller, la Berraca, San Andrés, el callejón hacia la calle Peña y enfilábamos por el camino de la Teresa hasta llegar al Pilar. Siempre iba hablando, contándome cosas. ¿Saben el cuento de Periquito Pellejo? Es genial. Tengo que escribirlo, no puedo permitir que se me olvide, que el tiempo me lo robe. 
   Desde encima de una montura -aunque de un burro viejo, pero con clase, se tratara-, un niño de diez años ve la vida de otra forma. Si además siente el calor y la protección de un cuerpo en su espalda, le reviste una seguridad y altanería indescriptible. Así me sentía yo. 
  En el Pilar siempre había que hacer cola. Por la gente que aguardaba y la pereza de sus dos caños. Pero era una pausa agradable, de conversación propia de una perfecta escena costumbrista rural. Morito bebía y, luego, mientras esperábamos el turno, se aprovechaba para que comiera alguna yerba verde de la que surge a los pies del rebosadero del Pilar o junto a los grandes morales de su entorno y que ya, el tiempo, también se llevó.
  La vuelta era diferente. La primera parte del camino discurre cuesta arriba y él no quería martirizar a Morito. Así que, ese trozo, lo hacíamos andando. Él me dejaba que llevara el cabestro de Morito y que me sintiera importante, como si estuviera dirigiendo el mundo. Al final de la cuesta de la Teresa, llegaba el llano y me montaba, pero solo a mí. Él continuaba andando hasta subir la cuesta de la calle Peña y luego, desde la peana que está al final, se montaba conmigo. El resto del camino a casa es de bajada. 
  ¿Cómo podría olvidarlo! Un fatídico día de junio, mientras cavaba un melonar propio, sufrió una congestión. Lo trajeron a casa. No se pudo hacer nada por él. El día 13 de junio de 1970, día de San Antonio, murió mi abuelo Manuel. 
   Antes de irse ¡cuánto cariño me dio!


martes, 4 de junio de 2019

OTRO PENTECOSTÉS

   Cincuenta días después de Pascua, los cristianos conmemoran la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles, Pentecostés. 

     En esta fecha tan señalada se asienta la Romería de la Virgen del Rocío. Cientos de miles de peregrinos se congregan en su ermita. Durante una semana caminan, cantan, bailan, beben, rezan, conviven... Quizá sea la mayor manifestación de religiosidad popular del Sur.